Desde las costas del Mar Amarillo con el giro del planeta se ve de una manera diferente. La ventaja de ser un extranjero en Seúl y tener un conocimiento casi inexistente del idioma local, se puede navegar por la superficie de las cosas captando únicamente lo exterior que se revela a la vista. En un agosto caluroso y húmedo como ha habido pocos, el país exhibe con orgullo sus proezas olímpicas y celebra su día nacional, el 15 de agosto, día de la rendición del Japón. Una celebración hecha sin estridencias pero que sirve para adornar vistosamente las avenidas de la capital con la bandera del país.
Durante treinta y seis años, desde 1910 a 1945, Corea estuvo sometida al dominio japonés. El ocupante cambió la toponimia, restringió el uso del coreano, reconstruyó la historia a su gusto y destruyó con determinación símbolos sagrados de la identidad y el pasado coreanos. Así, el palacio real de Gyeongbokgung fue sistemática y metódicamente destruido, tal como ocurrió con otros palacios y templos de alrededor. Los ocupantes también practicaron lo que diríamos un acto de terrorismo espiritual-geológico. Para la mente occidental cuesta entender y pide tener presentes algunos ingredientes del budismo y del chamanismo. Los japoneses atravesaron puntos orográficos concretos, normalmente montañas, con grandes picas metálicas que mataban el espíritu nacional del pueblo coreano. Más tarde, con la guerra vendría la inmigración forzada de los hombres hacia las fábricas de Japón y la utilización de las mujeres coreanas como esclavas sexuales del ejército imperial. Corea lo recuerda y no lo olvida.
La distancia cultural e idiomática impide hacernos una idea cabal de cómo reciben estos hechos los muchísimos turistas japoneses que estos días circulan por las palacios de Seúl. A diferencia de la Alemania vencida en la Segunda Guerra Mundial, a Japón se le sometió militarmente pero en ningún caso hubo un gran acto de contricción y rendición de cuentas como fue el proceso de Nuremberg y la desnazificación posterior. A día de hoy ninguna de las disculpas que llegan desde Japón de manera recurrente parecen sinceras. Cambiemos las fechas y el continente y la historia siempre genera coincidencias sorprendentes . Al final del proceso el resultado siempre es: los pueblos quieren sentirse dignos y quieren conservar su memoria colectiva.
Ciertamente, hay un fuerte sentimiento de orgullo colectivo entre los coreanos. Un país tradicionalmente reflejado en sus dos grandes vecinos. China al oeste y Japón al este. Del primero se absorbieron los valores del confucionismo y el modelo de organización social. China les reconoció su condición de imperio mientras ellos aceptaban la más modesta denominación de reino. Confucianismo quiere decir jerarquía y quiere decir saber cuál es tú posición en el mundo y los coreanos pasan por ser el país más confucionista del mundo. Del segundo referente, del Japón, con el tiempo se emularía el espíritu emprendedor y la apuesta por la tecnología y la innovación.
Las cifras son reveladoras sobre todo para los mismos coreanos. En muchas áreas de la economía mundial Corea pasa ya la mano por la cara a Japón y, a menudo, a Estados Unidos. Se venden más móviles Samsung que Apple. Donde LG o Hyundai progresan, Sony y Toyota retroceden. Nada mal para un país con una riqueza y población que se equipara de una manera casi exacta a la del Estado español y con una renta por cápita equiparable a la europea.
Corea superó una crisis económica grave en la década de los noventa que supuso la intervención del FMI. El presidente de entonces, Kim Dae Jung, pidió a la población que reinventase la manera de trabajar. Era necesario cambiar la manera de hacer las cosas en todas y cada una de las tareas que un trabajador cualquiera llevara a término. Lo consiguieron. Con sacrificios y costos, claro está, pero los resultados son evidentes. No solamente en el ámbito económico los progresos coreanos pueden servir de fuente de inspiración. En la esfera cultural, la ola coreana o “Hallyu” se extiende por Asia, América y llega incluso hasta Catalunya. A pesar de tener una lengua compleja, que la hablan poco más de ochenta millones de habitantes y sin ninguna otra familia lingüística cercana que la convierta en un idioma accesible, las manifestaciones culturales coreanas se extienden por todas partes.
Este verano, la canción “Gangnam Style” llegaba a los informativos de la CNN después de superar los 35 millones de visitas en Youtube, justo un mes después de su estreno. Una demostración de que la lengua no es un impedimento si realmente se hacen bien las cosas. Un ritmo que engancha, unas coreografías inmaculadas y un, digamos, guión que es una coña marinera cercana al absurdo, la han convertido en un fenómeno global. Número uno en las listas no solamente en Corea sino en países como Dinamarca o Suecia. Alguien algún día tendrá que analizar el porqué. Por otra parte y a la vez, los dibujos animados y las series coreanas, los K-dramas, se extienden e invaden la red y sus seguidores, mayoritariamente jóvenes, son ya legión. Una gran parte de ellos, por cierto, ocupan las plazas de los cursos de lengua coreana de nuestras escuelas oficiales de idiomas. Doy fé. ¿Qué les atrae de estas series?, preguntaba a mis compañeras adolescentes. La calidad y el optimismo, que no son tan previsibles como en las norteamericans.
Remarcable y para darle vueltas. Las personas, como las organizaciones y los pueblos, en tanto que animales sociales, nos construimos con la observación, la emulación y la comparación constante con los otros. Futuro, ilusión, determinación, reinvención y comunidad. Ideas-Fuerza que hacen pensar en la importancia de saber escoger nuestros referentes.
David Murillo Bonvehí, 27 de agosto de 2012
Licenciado en Sociología por la Universidad de Barcelona
Profesor de ESADE
Traducido del catalán por Mariano Bayona Estradera
Licenciado en Psicología por la Universidad de Barcelona